Allende Guadarrama

Un blog de Antonio Sáenz de Miera
Edición de verano Edición de Verano

POR LAS LIBRERÍAS EN DEFENSA PROPIA

 

Las librerías humanizan las ciudades y los barrios, son lugares de recreo, de intercambio y socialización en un mundo cada vez más autista y encerrado en sí mismo.

Miguel Tébar

 

Iba por la calle Fuencarral de Madrid, en uno de esos paseos que me mantienen en forma y me acercan a la gente, cuando me topé con un joven venezolano que me ofrecía algo. Me paré, le escuché: me daba 30.000 libros gratis, por la cara como dicen los jóvenes.

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El regalo en cuestión tenía truco, era un gancho de NUBICO para hacerme cliente. Pero eso era lo de menos; lo que me dejó perplejo y un poco asustado era la posibilidad, de verme de la noche a la mañana con 30.000 libros. ¿Qué iba a hacer con ellos? ¿Cuándo los iba a leer ? ¿Dejaría de ir a librerías el tiempo que me quede de vida?. Pensé en la devaluación de los libros, en la depreciación del conocimiento, en que los libros no se pueden vender al peso, aunque el peso sea virtual, y , claro, pensé en las librerías, en qué será de las librerías, en qué es ya de las librerías.

A veces vemos fuera lo que no vemos dentro: fue en Nueva York donde descubrí además del edadismo de los funcionarios de aduanas que algunas de las librerías que yo frecuentaba en mis viajes habían desaparecido. Daba vueltas y vueltas y no las encontraba: Google, y Amazon, ese lugar virtual donde todo es posible, donde todo se compra y se vende se las había zampado. Eso me decían allí. ¿Y aquí?, ¿qué está pasando aquí?.

Según la Confederación Española de Gremios y Asociaciones de Libreros cada día desaparecen en España dos librerías y en 2014 se cerraron 912. Malos tiempos para las librerías, malos tiempos para la cultura, malos tiempos para los que amamos los libros. Algo habrá que hacer en defensa de la librería como espacio cultural de primer nivel: en más ocasiones de las que nos parece el futuro lo tenemos detrás, en lo mejor de nuestro pasado.

Vuelvo ahora la vista a mis primeras librerías, muchas, quizás la mayoría, ya desaparecidas y siento muy dentro la gratitud que les debo. En mi familia, en la que tantas cosas buenas encontré, no había libros a mi alcance: una buena parte de mi educación sentimental, y de mi formación humana y cultural se ha forjado por ello en las librerías. Decir librerías es decir libreros: hombres y mujeres de profunda vocación, enamorados de los libros que seleccionan las obras que nos encontramos en los escaparates y en las estanterías de sus locales, que conocen las preferencias y los gustos de sus clientes y que, llegado el momento, están en condiciones de darles el mejor consejo. Son ellos los que hacen de las librerías algo más que un negocio lo dice Claude Roy, en su libro El amante de las librerías: “En cuanto se quiere encontrar un fin utilitario a la literatura se la ve languidecer, encogerse y perecer”. Recuerdo que en los primeros tiempos de El Corte Inglés en este “negocio”, se podía encontrar uno con empleados a los que pedías por ejemplo un libro de Thomas Mann y te preguntaban que quien era ese señor: buena gente que habían dejado hacía nada la sección de Lencería. Es, fue, una excepción. Debo mucho a los libreros que me he ido encontrando a lo largo de mi vida: a ese caballero con barba de la librería de la calle Hortaleza que me recomendó los primeros títulos de Alianza de Bolsillo, esa colección que me abrió los ojos a la literatura de nuestro tiempo; a Frau Miesnner en su librería de Ortega y Gasset, alemana de libro que de libros sabía mucho y que, con fama de roñosa, regalaba obras infantiles a mi hijo Ramón; a Antonio Méndez por supuesto, en su santuario de la calle Mayor: al escritor Rafael Reig que regenta la librería Fuenfría en Cercedilla fruto de una aventura común con la familia Moro…

He preguntado a mis amigos libreros que qué podíamos hacer por ellos en estos tiempos de penuria. Era una manera de mostrarles mi cercanía porque la respuesta era, es, obvia. Hay que seguir visitando las librerías y hay que seguir comprando libros en ellas. Eso es todo. Lo de esperar sentado en tu sofá la llegada de paquetitos tiene que acabar. Hay que moverse, hay que andar, hay que hablar de libros en las librerías, con gente de carne y hueso, con gente que sabe, con gente a la que se puede tocar y agradecer los consejos. Antonio Méndez me dice algo más: “hay que conseguir que los jóvenes pongan los pies en las librerías”. No lo hacen, no entran nunca. Hay que cogerles de la mano y llevarlos a comprar un libro. No 30.000 de golpe. Eso no tiene gracia ni ayuda a salvar las librerías.

LA HERIDA VASCA

Ahí lo tenéis: Kalera. Su significado en el País Vasco es más que obvio: presos a la calle. Está pintado en grandes letras blancas que resaltan sobre el verdín en una roca al final de la playa de Deba. En el lado derecho se puede ver, si os fijáis bien, una flor. Es un mensaje de paz y concordia. Lo veía todas la mañanas en mis largos paseos por la playa: me daba que pensar, me sigue dando que pensar… Porque allí mismo, exactamente en esa roca, se podían ver no hace mucho hachas y serpientes, consignas de lucha armada y promesas de socialismo e independencia. Ninguna se ha hecho realidad. Kalera, la petición de que los presos vuelvan a sus casas es todo lo que ha quedado. Eso sí, algún día, pronto, llegará. No dejo de decirme, como muchos se dirán, supongo, ¡Tantos muertos, tanto sufrimiento, tantas extorsiones, tanto mal para esto! Todo para nada…

Nadie suele hablar ya de esas cosas por allá. La paz ha vuelto y se prefiere el silencio. “Son otros tiempos”, como me dijo hace dos o tres años mi amigo Kepa en la fonda de las Campas de Urbía. Lo mejor es pasar página. Quizás sea cierto, quizás sea eso lo mejor, pero en estos días de camaradería veraniega me tomo la libertad de hablar de “todo” con mis amigos de Deba, ¿Por qué no, si se prestan a ello?. Mejor hacerlo antes de que la memoria nos traicione y nos confunda.

Algo me ha llamado la atención en esas conversaciones: ante ese “todo para nada” que a mi me sale tajante, algunos de mis interlocutores se quedan pensativos: “¿para nada?”. No me lo esperaba. Esa duda por mínima e instantánea que sea, me produce desazón; no sé que pensar. Un amigo, no precisamente nacionalista, me recuerda la frase que se atribuye a Arzallus: “unos tienen que agitar los árboles para que otros recojan los frutos”. Me duele oír algo así, me parece tremendo.

Doy muchas vueltas a estas cosas en mis largos paseos por la playa del Kalera. ¿Hasta dónde llega la responsabilidad del conjunto de la sociedad en la tragedia vasca?. ¿No se ha mirado demasiado para otro lado?. Pienso, y compruebo que no soy el único que lo piensa, que ese “por algo será” que ha circulado “sotto voce” en determinados ambientes en relación con los crímenes de ETA ha producido un terrible daño moral. El profesor Laporta eleva el tono y habla de catástrofe moral en un artículo en El País que recomiendo a mis lectores. Fueron tiempos malos; conviene no olvidarlo.

El obispo Setien, testigo excepcional de la herida vasca, ha muerto recientemente. Era un hombre inteligente y afable; mis relaciones con él fueron siempre cordiales y amistosas. En los tiempos duros de ETA le invité a dar una conferencia en el Club Siglo XXI y aceptó sin dudarlo. Era tímido y retraído pero valiente. Había que serlo para pastorear la diócesis de San Sebastián en aquellos tiempos del plomo. Compartí su valentía al comprometerme a hacer su presentación: sentados en la primera fila, Emilio Romero, director de Pueblo, y el general Sáenz de Santamaría Director General de la Guardia Civil me atravesaban con sus miradas. Aguanté el tipo. La conferencia, como era de esperar, levantó ampollas. Sus tesis del conflicto político y su obsesión por la equidistancia eran discutibles pero no voy a entrar en ese asunto; me supera. Lo que sí me parece evidente es que no contribuían a apagar el fuego cuando el País Vasco se estaba incendiando. Ahora, con motivo de su muerte, se ha recordado su figura de forma diferente. El párroco de Deba nos habló en su homilía de las virtudes pastorales de Setien y su apuesta por la paz: trabajó junto a él y su testimonio tiene un gran valor. Me ha recomendado la lectura del prólogo de Pedro Miguel Etxenike a un libro de Conversaciones con Setien que yo os recomiendo. Fuera del País Vasco, -lo subrayo porque “siempre” habrá una diferencia en la percepción de los hechos entre los de “aquí” y los de “allí”- los comentarios han sido en general más críticos. El de Rubén Amón me ha sorprendido por su virulencia. No nos engañemos, aun tardarán en cicatrizar las heridas, las individuales y las colectivas, la gran herida del País Vasco. Lo sé. La pintada que este verano veía todos los días me parecía una señal y todo un símbolo de los tiempos que corren. Todo llevará su tiempo, es verdad, pero no dejo de pensar que el silencio no es la mejor forma de que la gran herida vasca cicatrice.

 

Donde El Viento Canta

 

“Allí hay barrancos hondos

 

         de pinos verdes donde el viento canta”

         Antonio Machado

 

Ese día, muy azul el cielo serrano y bien acompañado por los fieles guadarramistas, cedía los trastos del Aurrulaque al experto montañero y eminente profesor Pedro Nicolás. Es un gran tipo Pedro: lo dejaba en buenas manos. Algún día tenía que ser, me dije, me digo… Todo se acaba en algún modo, acaba empezando cada mañana, así es que no era para tanto.

Hice una despedida serrana, una despedida alegre y natural. Entregué a mi sucesor un precioso bastón de los antiguos guardabosques; no era un bastón de mando, dije, solo de protección y respeto. Me marqué además una jotilla serrana: “allá va la despedida”. Lo habréis notado: canto muy mal pero con verdadera pasión.

 

Carlos de Hita, Pedro Nicolás, el bastón, yo; el director general y el alcalde de Cercedilla

 

Afortunadamente mi voz potente y desafinada quedó pronto en el olvido. Lo bueno estaba por llegar y llegó de la mano de Carlos de Hita. Es un genio este ilustre guadarramista de Valsain. Lo podemos leer en su nota biográfica: “Tiene un sentido más que el resto de la humanidad (…) su oído es capaz de eliminar el ruido, de enfocar el canto de las aves, de ver sus ondas sonoras, de entender los idiomas que viajan con el viento”. Por su libro “El sonido de la naturaleza” ha recibido un importante premio científico pero no se le ha subido a la cabeza. Con una ejemplar modestia franciscana subió hasta el Mirador de Luis Rosales para ofrecernos allí un concierto inolvidable. Lo tenéis que oír. Fue para mi un regalo de despedida que no hubiera podido soñar.

Ese día, perfecto y azul, necesitaba algo así, algo especial, algo distinto. No, no era un whisky, ni un dry martini, que ya os veo venir. Era otra cosa. Sabía que solo la naturaleza me lo podía dar. Bastaba con poner un poco de atención. Lo tenía delante. Solo había que escuchar…. Escuché y la tibia melancolía que estuvo a punto de asomar ese día de mi despedida se esfumó. Lo que empecé a oír era más grande, más sutil, más duradero, más natural.

Carlos de Hita nos muestra, nos descubre, nos enseña lo que no somos capaces de ver, de sentir por nosotros mismos. O sí lo somos pero no lo sabemos. Creo que es un buen regalo para estas vacaciones que empiezan. Ahí lo tenéis. Realmente no es mío, es de Carlos de Hita. Leed y escuchad esta especie de sinfonía de la naturaleza en tres tiempos, en tres secuencias sonoras que, según nos explicó el autor, “son pequeños relatos, el resumen de momentos más largos en plena naturaleza elaborados al sumar, paso a paso, las voces registradas a lo largo de ese periodo de tiempo. Un destilado, la síntesis de los recuerdos de lo oído en tres lugares del Guadarrama”.

Eso dijo Carlos y nos quedamos todos expectantes. No se oía ni una mosca. Era un silencio de esos que parecen sonoros, como escribió Pio Baroja. La grabación funcionó perfectamente, esto es lo que oímos, esto es lo que quiero que oigáis:

 

 

BOSQUE DÍA (Pinchad aquí y escuchad)

 

Un pájaro cantando no es un bosque.

Un zorzal común marca su territorio.

Le siguen, de uno en uno, un pinzón vulgar, un agateador común y un carbonero garrapinos, que introduce el ritmo.

Pero si sumamos todas estas voces, añadimos los graznidos de una corneja y el tamborileo de los picos picapinos y, como telón de fondo, el murmullo del valle, entonces sí tenemos un bosque: el pinar en la loma de Casarás, en Valsaín.

Un corzo ladra y corre ladera abajo

 

 

 

BOSQUE NOCHE  (Pinchad aquí y escuchad)

 

Igualmente, un grillo no es la noche.

Ni el arrullo de un sapo corredor o el croar de una ranita meridional forman una charca.

Pero cuando el cuco da la hora, la del crepúsculo, y se suman más y más grillos, más y más anfibios, estamos viendo una tolla, un tremedal.

Ulula un cárabo, el búho chico dice su nombre, de nuevo ladra un corzo.

Entre los tres dibujan con sus voces los contornos del pinar: el Charcón de Navalonguilla

 

 

 

PRADERÍAS  (Pinchad aquí y escuchad)

 

Un cencerro y unos resoplidos dibujan a una vaca.

Varios cencerros, un rebaño.

Los saltamontes y las alondras en el horizonte, una pradería alpina.

La voz del ganadero sugiere una cultura, y un trueno que rasga el fondo, a lo lejos, la montaña: el puerto de la Morcuera”

 

Nos quedamos con la boca abierta. Ahí estaban, los sonidos que no escuchamos, la vida que nos perdemos, todo eso que nos habla de lo que llevamos dentro sin saberlo. Después de un silencio mágico y breve, aplaudimos…

ENTRE ABUELOS

 

 

 

 

 

 

Los abuelos son simplemente niños pequeños antiguos

Samaniego

 

El paseante salió de casa esa mañana hecho un pincel. Tenía audiencia con el Rey Emérito. Era un día de chaqueta y corbata. Así es como iba a pesar del calor: soy de los que siguen pensando que para ir a ver al Rey hay que vestirse como mandan los cánones. Sudaba la gota gorda, pero iba feliz, con un leve punto de solemnidad, mientras me acercaba al Palacio Real. Caminaba y pensaba: recordaba como fueron las cosas antes, mucho antes, cuando estas calles tenían otro color, cuando el Rey era más joven, cuando ni siquiera era Rey. El pasado está con nosotros, aunque nos parezca que queda lejos.

Recordaba que muchos de los que hemos pasado ya de los setenta o de los ochenta, ¡Dios mío, qué viejos somos!, y habíamos vivido toda nuestra juventud, y aún más, bajo el régimen de Franco, saludamos con alborozo la llegada de la monarquía. De eso no se dan cuenta los jóvenes de hoy, pensaba el paseante con un deje de tristeza. Si alguien se hubiera fijado  habría descubierto un leve gesto de preocupación en su rostro… Era como uno de esos emoticonos que no le gustan nada, pero pronto desapareció. Prefirió recordar aquel ¡Viva el Rey! que le salió del alma cuando le vio por primera vez en el Aeropuerto de Barajas el día antes de su entronización. Fue una sopresa para los que andaban por allí y para él mismo. Puro deseo, pura intuición. Salió bien. La democacia real y consolidada en la que seguimos viviendo fue obra de muchos, sin duda, pero sobre todo del Rey. El pasado, el recuerdo del pasado iba conmigo. Era inevitable. Fueron tiempos difíciles, si señor, me decía. Era como si quisiera recordarme que el señor que me esperaba plácidamente, quizás un poco aburrido, quizás un poco olvidado, en su despacho de Palacio había estado con frecuencia en el ojo del huracán. Le debíamos mucho. No sé si me  decía a mi esas verdades o se las estaba gritando a los demás.  No lo sé. De lo que estaba seguro es que de esas cosas  no hablaríamos, ¿para qué?. Ya saldrían otras mas cercanas…Bueno, ya veríamos, el Rey es buen conversador…. Tranquilo Antonio.

Ese mismo día ingresaba en la cárcel de Ávila Iñaki Urdangarín. La noticia era tan esperada que fue recibida con toda naturalidad. Sí, es cierto, pero para la Casa Real no era un plato de gusto. No, yo no sacaría ese asunto ni por asomo…El Rey, como enseguida contaré, sí que lo sacó. Con toda naturalidad.

El paseo terminó. Me atusé un poco mis cuatro pelos, y entré en Palacio. Cuando finalmente llegué a su despacho y nos encontramos yo mantuve las formas y seguí el protocolo de los gestos conocidos y asumidos, pero el Rey enseguida cortó todo aquello. No tenía sentido. Ya no. Entramos en otra onda, en otra dimensión. No era ya una reunión del Rey con Antonio  como tantas otras veces. Era otra cosa. El paso del tiempo nos acerca, nos junta, nos va poniendo a todos en el sitio que nos corresponde. Nos despoja de ambición, nos quita liturgia y protocolos. Ni liturgia ni protocolos hubo en ningún momento en aquella conversación de abuelos, entre abuelos, de abuelo a abuelo que mantuvimos el Rey y yo en su despacho. Algunos apuntes nostálgicos con su pizca de melancolía para empezar  pero pronto, enseguida. a lo nuestro: el paso del tiempo; los achaques de la salud, las goteras decía el Rey; las limitaciones con las que nos encontramos y que no hay más remedio que superar: “sigo cazando sentado en una silla” me dijo mientras apuntaba a unas imaginarias perdices…y sobre todo los nietos. Fueron los nietos los que dieron vida y futuro a nuestra conversación y fueron ellos, sigo con la caza, los que levantaron la liebre del “caso Urdangarían”. Le preocupan los Urdangarían Borbón, claro que le preocupan. Como me preocuparían a mi. Tengo yo algunos de la mima edad que los hijos del exduque de Palma, y tercié con entusiasmo en la conversación. Y seguíamos: “las pequeñas infantas están preciosas y son listísimas”…”pues anda que mis nietecillas pequeñas Señor”…. la familia, la vida, el día a día, las vacaciones…

El paseante sale de Palacio al calor de las calles de Madrid como un verdadero príncipe. Es un hombre feliz. Acaba de estar con un amigo que es Rey. Rey Emérito. Los dos se quieren y se respetan.., los dos son abuelos, los dos saben que es ya tiempo de paseo,    de pasear viendo la vida y sus cosas con la distancia y la cercanía que se merecen. Con  el  sentido del humor y de la tolerancia que nos dan los años.

Hasta pronto Señor, espero volver por Palacio. Todos necesitamos de todos.

 

!! Invasión de Emoticonos ¡¡

 

 

Al final las palabras son lo único que tenemos y más vale que sean las adecuadas, con la puntuación en los sitios adecuados para que puedan decir, de la mejor manera, aquello que se supone deben decir.

Raymond Carver

 

Nadie podrá acusarme de haber estado cerrado a las innovaciones. Lo nuevo es siempre excitante. Me da mucha curiosidad, muchas ganas de probarlo. Ya veis que he ido absorbiendo como una esponja todo lo que se me ponía por delante: blogs, blablacars, Wikipedia, whatsapp, youtubers, tuits… En todo esto he entrado sin complejos y con mejor o peor fortuna. Feliz de probar, de estar a la última, al cabo de la calle, como un joven barbián.

Pero esto de los emoticonos me está empezando a superar. Escribo esta entrada, en parte, para no perder la calma, para no dejarme llevar por la emoción, por el rechazo que me provoca así a bote pronto, sin pensarlo demasiado. Lo siento, no me gustan. Prefiero las palabras para decir las cosas como Dios manda. Las palabras bien dichas, las palabras adecuadas expresan más y mejor que un dibujito que ni siquiera es nuestro.

Empezaré por la gota que colmó el vaso de mi paciencia. Ya andaba yo algo mosqueado con tanto besito, tanto corazoncito, tanta carita sonriente o enfurruñada, cuando me llegó un whatsapp de un hijo mío en respuesta a un mensaje que yo le había enviado, lleno de buen rollo. Me había llevado un tiempo ese mensaje que le mandé. Le puse cariño, emoción, sentimiento. Probablemente le llegó en mal momento y me contestó con el primer emoticono que le salió al paso. O no, pero aquella carita tonta no era lo que yo esperaba. Me quedé chafado, decepcionado. Me irrité con los emoticonos, así, en general, así, de pronto, sin procesarlo demasiado. Sabía que la culpa no era de ellos pero fueron ellos los que pagaron el pato. Es entonces cuando decidí escribir esta entrada. Tenía que enterarme antes, ponerme al día, tratar de comprender el fenómeno, no dejarme llevar por la reacción del momento. Empecé a investigar sin saber en lo que me estaba metiendo. Es todo un idioma nuevo, esto de los emoticonos, supuestamente universal, supuestamente para facilitar la comunicación. Los emoticonos nacieron en 1982 como apoyo al lenguaje escrito, como ayuda para interpretar algo que la lengua escrita no podía representar. Eso es lo que leo, su razón de ser, su justificación. Dudo de que sus fundadores fueran conscientes de la que estaban armando. Hay ya miles de emoticonos y su número crece día a día. Si esto sigue así no habrá más remedio que hacer un máster para llegar a entender ese lenguaje endemoniado. Primera lección: no se deben confundir los emoticonos normales, gratis o de pago; sí, ya los hay de pago, con los emojis japoneses, más detallados, con más pixeles si es que me he enterado bien. Descubro igualmente que han aparecido ya ciertas reglas: uno de los emoticonos más utilizados, el del gesto de la peineta, ha sido prohibido (quién lo ha prohibido???) por obsceno, lascivo e ilegal. El del rollo de papel higiénico sigue sin embargo su marcha triunfal. Podría haber una Real Academia de los Emoticonos, y seguro que la debe de haber aunque yo no haya llegado a conocerla.

Empapado ya de emoticonos hasta los tuétanos, sigo pensando lo mismo, con algún matiz, sigo en mis trece. Me preocupa que el lenguaje se infantilice, que pierda calidad. Van a por todas; da un poco de miedo. Tengo la impresión de que la tecnología va por delante de nuestra capacidad para utilizarla con sentido. El contexto es la clave, lo sé. Las emociones son personales e intransferibles, y, además, cada quien, cada familia, cada grupo de amigos, tiene sus propios códigos, sus propias maneras de comunicarse. Pero me temo que, así en general, la expansión de este nuevo lenguaje se nos está yendo de las manos. Quizás esté exagerando la nota, pero a mí los emoticonos no terminan de gustarme, no los uso, no quiero usarlos. Puedo parecer antiguo, pero es que lo soy por edad. Y, además, ser antiguo no es algo necesariamente malo. Para decir determinadas cosas solo me valen las palabras, esas palabras que dejaba Pablo Neruda en sus poemas: “como estalactitas, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola.”

A ellas me seguiré aferrando; eso es seguro, pero trataré de ser flexible. Como al final, lo que hay que hacer es lo que  de verdad vale para entenderte con los demás, divertirte y mejorarte,  voy a terminar esta entrada con el emoticono  que más me gusta.

 

 

Con esta marvillosa copa cónica  del dry martini brindo hoy, día de mi santo, por todos mis lectores. Reconozco así que los emoticonos sirven para algo.

EN METRO

 

Camino del trabajo en el metro

aburrido vigilo las caras de los viajeros…

Ismael Serrano

RECUERDO

 

Me gusta ir en Metro. No os preocupéis: bajo las escaleras con mucho cuidado, despacio, atento. En las mecánicas me agarro bien a la barandilla y me fijo en las miradas de los que suben y en las cocorotas de los que bajan delante de mi. Disfruto con ello, me imagino cosas… Si al final del trayecto hay algo de música, mejor todavía; si me sé la canción que se oye allá al fondo, la canto: para mis adentros claro… Todo eso es vida, es movimiento, es para mi alegría.

Luego en los andenes me entretengo leyendo los anuncios. No es de ahora, en mis primeros viajes a Paris, hace ya unos cuantos años, el metro fue mi mejor maestro para aprender el idioma. Recuerdo mucho mejor algunas de las cosas que leía con avidez en mis ratos de espera en Châtelet que “la plume de ma tante” que me enseñaba Doña Benilde en su escuelita de Cercedilla. En el metro el movimiento te lleva, es un río de gente que viene y va, una abundancia de mensajes, de señales, de rostros.

Ahora en el Metro de Madrid se pueden ver buenas campañas publicitarias. Hay “tiempo y espacio para el diálogo”, se dice en unos de los carteles que leo: publicidad de la publicidad, y tengo la impresión de algunas empresas e instituciones como el propio Metro los aprovechan. Es un buen lugar para recomendar “buenas prácticas”, para exponer productos, para seducir, para convencer, para deslumbrar. Todos los días pasa la misma gente por el mismo lugar con la mirada perdida, con la mirada desarmada o con la mirada atenta. La publicidad es un buen termómetro, creo yo, del tiempo que vivimos.

No hace mucho me llamaron la atención unos anuncios que por unos días inundaron todos los andenes. Seguro que los habéis visto algunos, los que viajáis más en Metro. Eran de Cabify en relación con la competencia de los nuevos servicios de transporte con los taxis de siempre.  Los mensajes que lanzaban aquellos anuncios  eran simples, sencillos. Mensajes en forma de correo electrónico, con su saludo, su destinatario y su despedida formal. Me pareció una forma ejemplar de defender su posición en el mercado, la de Cabify. No entro para nada en la valoración de sus servicios, nunca los he utilizado. Hablo de la campaña. Tenemos que sentarnos y hablar; aparcar nuestras diferencias y dialogar.  Eso decían. Me sorprendió algo tan ingenuo, tan correcto. Me pareció un hallazgo, un acierto.

 

 

 

                                   Hablar, solo hablar, parecía y parece fácil. Ya han desaparecido, ya no están. Era una invitación al diálogo sin alardes ni aspavientos. Por lo que he sabido, a causa de unas u otras razones, pocos fueron los que acudieron a las reuniones convocadas. De los partidos políticos fue Podemos el que que se opuso a todo tipo de conversación de forma más radical: hizo público un video paródico, intransigente, lleno de medias verdades. Finalmente el Ministerio de Fomento zanjó el asunto con un decreto ley. No sé si habrá quedado algo del diálogo pretendido. Quizás sí; nunca se sabe. Hay que creer en el diálogo, hay que recuperar una palabra que todo el mundo quiere y nadie practica.

En eso pensaba cuando dejaba el andén y entraba en el vagón. Cabify, con su campaña, me había dado un tema para cavilar: tengo que escuchar más a quienes no tienen las mismas opiniones y gustos que yo. Porque quizás sea yo el que esté equivocado. Me hubiera gustado compartir  tan sesudas reflexiones con mis compañeros de viaje pero me habrían tomado por loco; además estaban todos pegados a sus móviles. Me senté tranquilamente y me puse a mirar. En el metro hay de todo: hay gente cabreada, gente triste, jóvenes llenos de vida y viejos distraídos. Hay gente que pide y gente que da. Hay horas alegres y horas vacías, como sin dueño. Hay también gente que piensa, gente que sueña, gente que se busca la vida. Y gente que habla de sus cosas, de sus preocupaciones. Yo voy entre ellos feliz y tranquilo. Me gusta ir en metro, ya lo dije. Me entero de cosas como las del diálogo, las rumio y pienso para mis adentros que estoy contribuyendo a “una mejora de la movilidad”. Algo se me ha quedado, ya veis, de la campaña de Cabify. Ni taxis, ni Uber ni Cabify. En metro oyendo: “The distant echo of  faraway voices boarding faraway trains”. Así dice una preciosa canción de The Jam, un grupo rockero de los ochenta. Con ella os dejo. En metro.