Las librerías humanizan las ciudades y los barrios, son lugares de recreo, de intercambio y socialización en un mundo cada vez más autista y encerrado en sí mismo.
Miguel Tébar
Iba por la calle Fuencarral de Madrid, en uno de esos paseos que me mantienen en forma y me acercan a la gente, cuando me topé con un joven venezolano que me ofrecía algo. Me paré, le escuché: me daba 30.000 libros gratis, por la cara como dicen los jóvenes.

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El regalo en cuestión tenía truco, era un gancho de NUBICO para hacerme cliente. Pero eso era lo de menos; lo que me dejó perplejo y un poco asustado era la posibilidad, de verme de la noche a la mañana con 30.000 libros. ¿Qué iba a hacer con ellos? ¿Cuándo los iba a leer ? ¿Dejaría de ir a librerías el tiempo que me quede de vida?. Pensé en la devaluación de los libros, en la depreciación del conocimiento, en que los libros no se pueden vender al peso, aunque el peso sea virtual, y , claro, pensé en las librerías, en qué será de las librerías, en qué es ya de las librerías.
A veces vemos fuera lo que no vemos dentro: fue en Nueva York donde descubrí además del edadismo de los funcionarios de aduanas que algunas de las librerías que yo frecuentaba en mis viajes habían desaparecido. Daba vueltas y vueltas y no las encontraba: Google, y Amazon, ese lugar virtual donde todo es posible, donde todo se compra y se vende se las había zampado. Eso me decían allí. ¿Y aquí?, ¿qué está pasando aquí?.
Según la Confederación Española de Gremios y Asociaciones de Libreros cada día desaparecen en España dos librerías y en 2014 se cerraron 912. Malos tiempos para las librerías, malos tiempos para la cultura, malos tiempos para los que amamos los libros. Algo habrá que hacer en defensa de la librería como espacio cultural de primer nivel: en más ocasiones de las que nos parece el futuro lo tenemos detrás, en lo mejor de nuestro pasado.
Vuelvo ahora la vista a mis primeras librerías, muchas, quizás la mayoría, ya desaparecidas y siento muy dentro la gratitud que les debo. En mi familia, en la que tantas cosas buenas encontré, no había libros a mi alcance: una buena parte de mi educación sentimental, y de mi formación humana y cultural se ha forjado por ello en las librerías. Decir librerías es decir libreros: hombres y mujeres de profunda vocación, enamorados de los libros que seleccionan las obras que nos encontramos en los escaparates y en las estanterías de sus locales, que conocen las preferencias y los gustos de sus clientes y que, llegado el momento, están en condiciones de darles el mejor consejo. Son ellos los que hacen de las librerías algo más que un negocio lo dice Claude Roy, en su libro El amante de las librerías: “En cuanto se quiere encontrar un fin utilitario a la literatura se la ve languidecer, encogerse y perecer”. Recuerdo que en los primeros tiempos de El Corte Inglés en este “negocio”, se podía encontrar uno con empleados a los que pedías por ejemplo un libro de Thomas Mann y te preguntaban que quien era ese señor: buena gente que habían dejado hacía nada la sección de Lencería. Es, fue, una excepción. Debo mucho a los libreros que me he ido encontrando a lo largo de mi vida: a ese caballero con barba de la librería de la calle Hortaleza que me recomendó los primeros títulos de Alianza de Bolsillo, esa colección que me abrió los ojos a la literatura de nuestro tiempo; a Frau Miesnner en su librería de Ortega y Gasset, alemana de libro que de libros sabía mucho y que, con fama de roñosa, regalaba obras infantiles a mi hijo Ramón; a Antonio Méndez por supuesto, en su santuario de la calle Mayor: al escritor Rafael Reig que regenta la librería Fuenfría en Cercedilla fruto de una aventura común con la familia Moro…
He preguntado a mis amigos libreros que qué podíamos hacer por ellos en estos tiempos de penuria. Era una manera de mostrarles mi cercanía porque la respuesta era, es, obvia. Hay que seguir visitando las librerías y hay que seguir comprando libros en ellas. Eso es todo. Lo de esperar sentado en tu sofá la llegada de paquetitos tiene que acabar. Hay que moverse, hay que andar, hay que hablar de libros en las librerías, con gente de carne y hueso, con gente que sabe, con gente a la que se puede tocar y agradecer los consejos. Antonio Méndez me dice algo más: “hay que conseguir que los jóvenes pongan los pies en las librerías”. No lo hacen, no entran nunca. Hay que cogerles de la mano y llevarlos a comprar un libro. No 30.000 de golpe. Eso no tiene gracia ni ayuda a salvar las librerías.
Esta es una librería que recuperaron hace unos años. El dueño cuenta que a veces los antiguos dueños viene por los libros y los tumban al suelo. Todavía quedan soñadores cultos:
https://www.iberlibro.com/librer%C3%ADa-lance-dulcinea-madrid%2C-hermosilla-nº/58936392/sf
Lelo como me he quedado tras leer tu excelente entrada, Antonio, me ha venido a la mente otra librería que rima con mi estado de ánimo, tanto como con tu artículo. Naturalmente, se llama “Lello e Irmaos”, se alza en una de los mil repechos de Oporto y, siendo maravillosa en fondo y forma, hoy debe su celebridad a que su estupefaciente escalera central sirvió de inspiración para ubicar uno de los escenarios mágicos de Harry Potter.
Siendo éste también un personaje nacido de los libros, los turistas que la visitan hoy –por millares-, sólo acatan una prioridad: hacerse selfies con la escalera al fondo. Cuando cumplí con el ritual todavía no era preciso pagar por entrar. Aunque recuerdo bien a los pobres libreros desbordados por la bárbara invasión de visitantes que, tras arrasar a voces sus peldaños, no tocaban un solo libro ni por asomo.
Doy otro salto en el tiempo. Me desplazo hasta las “librerías-escombrera” que podemos encontrar en Madrid bajo el epígrafe de “Tuuuu Librería” –la más cercana a tu dacha, en la calle Covarrubias-. La visito con cierta asiduidad… A la manera de un “memento mori”. O como si me engarzara entre los motivos recurrentes de una “vanitas” barroca. En ese tiempo, curaban la vanidad enfrentándote a una calavera, un pajarillo muerto, una clepsidra o una guadaña. Hoy lo propio sería pintar un libro. O mejor aún, cualquiera de los miles que se hacinan en cajas de frutas, del suelo al techo, evacuados por sus dueños, o por los hijos de éstos. Fallecido el abuelo, sus libros estorban en los nuevos espacios domésticos de diseño, donde en el lugar antaño reservado a una biblioteca, hoy impera un plasma de sesenta pulgadas. Eso sí, muy conectado a internet, por si te apetece incorporarle los treinta mil de tu vendedor ambulante –sin duda uno de los diez mil de los que peregrinaron con Jenofonte en su Anábasis-. Ves allá obras completas encuadernadas en cuero de maestros como tu Thomas Mann, como Graham Greene, como Marcel Proust.
Nadie los quiere, nadie tiene tiempo para leerlos. Y además, son viejos, usados, gastados, desechados. Apestan. Por eso te los regalan. No en vano, si se trata de imponerse el arduo trabajo de leer, el vulgo ilustrado de hoy se decanta por lo último de lo último, sin más criterio que el entusiasta balar del rebaño. Los herederos de Vicente –aquel a quien sigue la gente-, prefieren las grandes superficies. Espacios anónimos, no lugares donde se proveen del libro obligatorio igual que han adquirido sus precocinados en el súper. Curiosa paradoja en estos tiempos de alta cocina y gastronomía non stop. Veneran a los chefs mediáticos y a sus mil delikatessen, pero se alimentan de forraje espiritual.
No veo lejos el mundo descrito por Bradbury en su Farenheith. La agonía de las librerías solo es un indicador epitelial. El siguiente será la persecución de los hombres-libro, a cuenta de un ejército de bomberos pirómanos. Gente simpática, al fin y al cabo. Como todos aquellos que asumieron la responsabilidad de elaborar los prescriptivos planes de educación nacional –no miro a nadie- y hoy exhiben su analfabetismo castigándonos con sus memorias.
Estupendo artículo, Antonio. Gracias
Estuenda entrada, Antonio. Yo era un habitual de Miessner y lamenté mucho su desaparición, como tantas otras que han ido cerrando
Un abrazo
Y no digamos nada de la desaparición de Brentanos en Nueva York…