Los abuelos son simplemente niños pequeños antiguos
Samaniego
El paseante salió de casa esa mañana hecho un pincel. Tenía audiencia con el Rey Emérito. Era un día de chaqueta y corbata. Así es como iba a pesar del calor: soy de los que siguen pensando que para ir a ver al Rey hay que vestirse como mandan los cánones. Sudaba la gota gorda, pero iba feliz, con un leve punto de solemnidad, mientras me acercaba al Palacio Real. Caminaba y pensaba: recordaba como fueron las cosas antes, mucho antes, cuando estas calles tenían otro color, cuando el Rey era más joven, cuando ni siquiera era Rey. El pasado está con nosotros, aunque nos parezca que queda lejos.
Recordaba que muchos de los que hemos pasado ya de los setenta o de los ochenta, ¡Dios mío, qué viejos somos!, y habíamos vivido toda nuestra juventud, y aún más, bajo el régimen de Franco, saludamos con alborozo la llegada de la monarquía. De eso no se dan cuenta los jóvenes de hoy, pensaba el paseante con un deje de tristeza. Si alguien se hubiera fijado habría descubierto un leve gesto de preocupación en su rostro… Era como uno de esos emoticonos que no le gustan nada, pero pronto desapareció. Prefirió recordar aquel ¡Viva el Rey! que le salió del alma cuando le vio por primera vez en el Aeropuerto de Barajas el día antes de su entronización. Fue una sopresa para los que andaban por allí y para él mismo. Puro deseo, pura intuición. Salió bien. La democacia real y consolidada en la que seguimos viviendo fue obra de muchos, sin duda, pero sobre todo del Rey. El pasado, el recuerdo del pasado iba conmigo. Era inevitable. Fueron tiempos difíciles, si señor, me decía. Era como si quisiera recordarme que el señor que me esperaba plácidamente, quizás un poco aburrido, quizás un poco olvidado, en su despacho de Palacio había estado con frecuencia en el ojo del huracán. Le debíamos mucho. No sé si me decía a mi esas verdades o se las estaba gritando a los demás. No lo sé. De lo que estaba seguro es que de esas cosas no hablaríamos, ¿para qué?. Ya saldrían otras mas cercanas…Bueno, ya veríamos, el Rey es buen conversador…. Tranquilo Antonio.
Ese mismo día ingresaba en la cárcel de Ávila Iñaki Urdangarín. La noticia era tan esperada que fue recibida con toda naturalidad. Sí, es cierto, pero para la Casa Real no era un plato de gusto. No, yo no sacaría ese asunto ni por asomo…El Rey, como enseguida contaré, sí que lo sacó. Con toda naturalidad.
El paseo terminó. Me atusé un poco mis cuatro pelos, y entré en Palacio. Cuando finalmente llegué a su despacho y nos encontramos yo mantuve las formas y seguí el protocolo de los gestos conocidos y asumidos, pero el Rey enseguida cortó todo aquello. No tenía sentido. Ya no. Entramos en otra onda, en otra dimensión. No era ya una reunión del Rey con Antonio como tantas otras veces. Era otra cosa. El paso del tiempo nos acerca, nos junta, nos va poniendo a todos en el sitio que nos corresponde. Nos despoja de ambición, nos quita liturgia y protocolos. Ni liturgia ni protocolos hubo en ningún momento en aquella conversación de abuelos, entre abuelos, de abuelo a abuelo que mantuvimos el Rey y yo en su despacho. Algunos apuntes nostálgicos con su pizca de melancolía para empezar pero pronto, enseguida. a lo nuestro: el paso del tiempo; los achaques de la salud, las goteras decía el Rey; las limitaciones con las que nos encontramos y que no hay más remedio que superar: “sigo cazando sentado en una silla” me dijo mientras apuntaba a unas imaginarias perdices…y sobre todo los nietos. Fueron los nietos los que dieron vida y futuro a nuestra conversación y fueron ellos, sigo con la caza, los que levantaron la liebre del “caso Urdangarían”. Le preocupan los Urdangarían Borbón, claro que le preocupan. Como me preocuparían a mi. Tengo yo algunos de la mima edad que los hijos del exduque de Palma, y tercié con entusiasmo en la conversación. Y seguíamos: “las pequeñas infantas están preciosas y son listísimas”…”pues anda que mis nietecillas pequeñas Señor”…. la familia, la vida, el día a día, las vacaciones…
El paseante sale de Palacio al calor de las calles de Madrid como un verdadero príncipe. Es un hombre feliz. Acaba de estar con un amigo que es Rey. Rey Emérito. Los dos se quieren y se respetan.., los dos son abuelos, los dos saben que es ya tiempo de paseo, de pasear viendo la vida y sus cosas con la distancia y la cercanía que se merecen. Con el sentido del humor y de la tolerancia que nos dan los años.
Hasta pronto Señor, espero volver por Palacio. Todos necesitamos de todos.
Muy bien Antonio. Bien por tanta humanidad y tanto amor expresados a través del amor a los nietos, tuyos y del Rey.
No hago muchos comentarios a tus magníficos posts, pero en este caso lo hago porque yo he descubierto recientemente la “abuelidad”, si se puede decir así. Tengo, como sabes, cinco hijos, pero todos han sido muy lentos casándose y dándome nietos. Tengo solo una nieta de mi hija mayor y una segunda que viene en agosto.
Como te digo, nunca imaginé los sentimientos y sensibilidades que puede proporcionar un nieto.
Pues qué te diré yo, Antonio. Ya conoces la anécdota de mi encuentro con el Rey, durante unas maniobras militares en los Monegros, allá por el ’83. Han pasado treinta y tantos años desde entonces, y no puedo evitar que me aflore una sonrisa al recordarlo. No por la anécdota en sí, sino por eso que canta el tango: que veinte años no son nada, y quizá cuarenta tampoco. Me veo como era yo entonces, un recién licenciado en Historia convertido en un cabo de la policía militar. Tenía veintiún años y ya me sentía viejo, con esa nonchalancia de los bisoños en la vida que lo ignoran todo acerca de sus lecciones y sus ironías.
Estaba yo parado en lo alto de una colina, más bien torrefactado por el calor, acunado por el canto de serrucho de las chicharras, y en eso veo remontar el sendero a un hombretón que subía a zancadas, la camisa militar remangada, sin escoltas. Se trataba del Rey.
Giré la vista hacia mis compañeros, tres afiliados a HB tirando a montaraces que, así como yo, componían la terna de mejores tiradores de nuestra unidad. A partir de aquí, la anécdota daría para un curso de doctorado acerca de la ley de probabilidades y los laberintos del azar. Dejémoslo ahí, y vayamos a lo que importa. Si me giré hacia mis colegas fue por si alguno –fuera de sus perversiones abertzales-, recordaba la fórmula con que debía dirigirme al monarca. ¿Usía? ¿Excelencia? ¿Majestad? Dios santo, qué desastre para un aprendiz de escritor: farfullar, trabucarme, quedar como un paleto bajo arresto. Fue el propio don Juan Carlos quien me salvó. Aún estaba yo en posición de saludo, vuelto una estaca, cuando, según llegaba a mí, me dio una palmada en el hombro con esa fórmula cortesana –puro y radical informalismo-: “¿Qué tal, chaval? Venga, dime dónde están los heridos”. Me bailó la risa en los ojos, y la leí en los suyos. No hizo falta más.
Excuso el ditirambo en torno a un rey que, antes que a los generales, prefirió acercarse a los heridos en las maniobras –que eran unos cuantos-. Voy a lo que iba: el paso del tiempo. Todos nosotros somos ya treinta años más viejos. Vamos teniendo pinta de abuelos aunque, como es mi caso, no lo seamos. ¿Qué nos convierte en eso? Más la vida misma que el mero discurrir del tiempo. Somos viejos, somos candidatos a abuelos o abuelos con todas las letras, cuando empezamos a mirar más hacia atrás que hacia adelante. ¿Por qué lo hacemos? ¿Sólo por melancolía del tempus fugit? Una segunda mirada me dice que no. Después del de la siembra llega al tiempo de la cosecha. Y el de la molienda.
Todo lo que hemos vivido y experimentado, todo lo que dijimos o callamos, todo cuanto nos hizo lo que somos y seguimos siendo, requiere un tiempo de reflexión. Un detenerse y volver la vista atrás, no ya para revivir lo vivido, sino para aquilatarlo en una lección personal que se escribe sobre un pasaporte. Lo único que llevaremos encima, dentro de nosotros, cuando pasemos al otro lado.
Pienso ahora que aquel rey que se acercó a mí sin corona, nunca la necesitó para ganarse el respeto y la admiración de los españoles. Igual que ahora. Don Juan Carlos no es rey por su herencia o su linaje, sino por lo que vale. No me cabe duda de que también sabrá coronarse como abuelo con las mismas armas: a fuerza de amor incondicional, comprensión y sabiduría.
Gracias, Antonio, por compartir tu abuelidad y tu institucionalidad!
Ojalá todos sepamos transmitir a los que vienen detrás -¡cómo empujan, caramba!- con la misma fresca naturalidad con que tú lo haces, lo que supuso el paso de la Democracia orgánica (sic) a la Monarquía parlamentaria.
Hay mucho en juego en esa pedagogía… qué no está el horno para bollos de reinvención.
Gracias, Antonio!
Que texto majestoso. Como requer a ocasião narrada. Senti raro prazer em lê-lo e imaginar cada detalhe narrado. Aos detalhes, acrescentei minha imaginação. Si me lo permitas!!!
A partir de ahora celebraré mis cumpleaños ( que sean muchos!)con esperanza e ilusión. Deseando ser abuela. Dejaremos a un lado esa molesta contraindicación del paso de los años.
Abrazos.