por Antonio Sáenz de Miera | 28-06-2018 | General


Los abuelos son simplemente niños pequeños antiguos
Samaniego
El paseante salió de casa esa mañana hecho un pincel. Tenía audiencia con el Rey Emérito. Era un día de chaqueta y corbata. Así es como iba a pesar del calor: soy de los que siguen pensando que para ir a ver al Rey hay que vestirse como mandan los cánones. Sudaba la gota gorda, pero iba feliz, con un leve punto de solemnidad, mientras me acercaba al Palacio Real. Caminaba y pensaba: recordaba como fueron las cosas antes, mucho antes, cuando estas calles tenían otro color, cuando el Rey era más joven, cuando ni siquiera era Rey. El pasado está con nosotros, aunque nos parezca que queda lejos.
Recordaba que muchos de los que hemos pasado ya de los setenta o de los ochenta, ¡Dios mío, qué viejos somos!, y habíamos vivido toda nuestra juventud, y aún más, bajo el régimen de Franco, saludamos con alborozo la llegada de la monarquía. De eso no se dan cuenta los jóvenes de hoy, pensaba el paseante con un deje de tristeza. Si alguien se hubiera fijado habría descubierto un leve gesto de preocupación en su rostro… Era como uno de esos emoticonos que no le gustan nada, pero pronto desapareció. Prefirió recordar aquel ¡Viva el Rey! que le salió del alma cuando le vio por primera vez en el Aeropuerto de Barajas el día antes de su entronización. Fue una sopresa para los que andaban por allí y para él mismo. Puro deseo, pura intuición. Salió bien. La democacia real y consolidada en la que seguimos viviendo fue obra de muchos, sin duda, pero sobre todo del Rey. El pasado, el recuerdo del pasado iba conmigo. Era inevitable. Fueron tiempos difíciles, si señor, me decía. Era como si quisiera recordarme que el señor que me esperaba plácidamente, quizás un poco aburrido, quizás un poco olvidado, en su despacho de Palacio había estado con frecuencia en el ojo del huracán. Le debíamos mucho. No sé si me decía a mi esas verdades o se las estaba gritando a los demás. No lo sé. De lo que estaba seguro es que de esas cosas no hablaríamos, ¿para qué?. Ya saldrían otras mas cercanas…Bueno, ya veríamos, el Rey es buen conversador…. Tranquilo Antonio.
Ese mismo día ingresaba en la cárcel de Ávila Iñaki Urdangarín. La noticia era tan esperada que fue recibida con toda naturalidad. Sí, es cierto, pero para la Casa Real no era un plato de gusto. No, yo no sacaría ese asunto ni por asomo…El Rey, como enseguida contaré, sí que lo sacó. Con toda naturalidad.
El paseo terminó. Me atusé un poco mis cuatro pelos, y entré en Palacio. Cuando finalmente llegué a su despacho y nos encontramos yo mantuve las formas y seguí el protocolo de los gestos conocidos y asumidos, pero el Rey enseguida cortó todo aquello. No tenía sentido. Ya no. Entramos en otra onda, en otra dimensión. No era ya una reunión del Rey con Antonio como tantas otras veces. Era otra cosa. El paso del tiempo nos acerca, nos junta, nos va poniendo a todos en el sitio que nos corresponde. Nos despoja de ambición, nos quita liturgia y protocolos. Ni liturgia ni protocolos hubo en ningún momento en aquella conversación de abuelos, entre abuelos, de abuelo a abuelo que mantuvimos el Rey y yo en su despacho. Algunos apuntes nostálgicos con su pizca de melancolía para empezar pero pronto, enseguida. a lo nuestro: el paso del tiempo; los achaques de la salud, las goteras decía el Rey; las limitaciones con las que nos encontramos y que no hay más remedio que superar: “sigo cazando sentado en una silla” me dijo mientras apuntaba a unas imaginarias perdices…y sobre todo los nietos. Fueron los nietos los que dieron vida y futuro a nuestra conversación y fueron ellos, sigo con la caza, los que levantaron la liebre del “caso Urdangarían”. Le preocupan los Urdangarían Borbón, claro que le preocupan. Como me preocuparían a mi. Tengo yo algunos de la mima edad que los hijos del exduque de Palma, y tercié con entusiasmo en la conversación. Y seguíamos: “las pequeñas infantas están preciosas y son listísimas”…”pues anda que mis nietecillas pequeñas Señor”…. la familia, la vida, el día a día, las vacaciones…
El paseante sale de Palacio al calor de las calles de Madrid como un verdadero príncipe. Es un hombre feliz. Acaba de estar con un amigo que es Rey. Rey Emérito. Los dos se quieren y se respetan.., los dos son abuelos, los dos saben que es ya tiempo de paseo, de pasear viendo la vida y sus cosas con la distancia y la cercanía que se merecen. Con el sentido del humor y de la tolerancia que nos dan los años.
Hasta pronto Señor, espero volver por Palacio. Todos necesitamos de todos.

por Antonio Sáenz de Miera | 13-06-2018 | General
















Al final las palabras son lo único que tenemos y más vale que sean las adecuadas, con la puntuación en los sitios adecuados para que puedan decir, de la mejor manera, aquello que se supone deben decir.
Raymond Carver
Nadie podrá acusarme de haber estado cerrado a las innovaciones. Lo nuevo es siempre excitante. Me da mucha curiosidad, muchas ganas de probarlo. Ya veis que he ido absorbiendo como una esponja todo lo que se me ponía por delante: blogs, blablacars, Wikipedia, whatsapp, youtubers, tuits… En todo esto he entrado sin complejos y con mejor o peor fortuna. Feliz de probar, de estar a la última, al cabo de la calle, como un joven barbián.
Pero esto de los emoticonos me está empezando a superar. Escribo esta entrada, en parte, para no perder la calma, para no dejarme llevar por la emoción, por el rechazo que me provoca así a bote pronto, sin pensarlo demasiado. Lo siento, no me gustan. Prefiero las palabras para decir las cosas como Dios manda. Las palabras bien dichas, las palabras adecuadas expresan más y mejor que un dibujito que ni siquiera es nuestro.
Empezaré por la gota que colmó el vaso de mi paciencia. Ya andaba yo algo mosqueado con tanto besito, tanto corazoncito, tanta carita sonriente o enfurruñada, cuando me llegó un whatsapp de un hijo mío en respuesta a un mensaje que yo le había enviado, lleno de buen rollo. Me había llevado un tiempo ese mensaje que le mandé. Le puse cariño, emoción, sentimiento. Probablemente le llegó en mal momento y me contestó con el primer emoticono que le salió al paso. O no, pero aquella carita tonta no era lo que yo esperaba. Me quedé chafado, decepcionado. Me irrité con los emoticonos, así, en general, así, de pronto, sin procesarlo demasiado. Sabía que la culpa no era de ellos pero fueron ellos los que pagaron el pato. Es entonces cuando decidí escribir esta entrada. Tenía que enterarme antes, ponerme al día, tratar de comprender el fenómeno, no dejarme llevar por la reacción del momento. Empecé a investigar sin saber en lo que me estaba metiendo. Es todo un idioma nuevo, esto de los emoticonos, supuestamente universal, supuestamente para facilitar la comunicación. Los emoticonos nacieron en 1982 como apoyo al lenguaje escrito, como ayuda para interpretar algo que la lengua escrita no podía representar. Eso es lo que leo, su razón de ser, su justificación. Dudo de que sus fundadores fueran conscientes de la que estaban armando. Hay ya miles de emoticonos y su número crece día a día. Si esto sigue así no habrá más remedio que hacer un máster para llegar a entender ese lenguaje endemoniado. Primera lección: no se deben confundir los emoticonos normales, gratis o de pago; sí, ya los hay de pago, con los emojis japoneses, más detallados, con más pixeles si es que me he enterado bien. Descubro igualmente que han aparecido ya ciertas reglas: uno de los emoticonos más utilizados, el del gesto de la peineta, ha sido prohibido (quién lo ha prohibido???) por obsceno, lascivo e ilegal. El del rollo de papel higiénico sigue sin embargo su marcha triunfal. Podría haber una Real Academia de los Emoticonos, y seguro que la debe de haber aunque yo no haya llegado a conocerla.
Empapado ya de emoticonos hasta los tuétanos, sigo pensando lo mismo, con algún matiz, sigo en mis trece. Me preocupa que el lenguaje se infantilice, que pierda calidad. Van a por todas; da un poco de miedo. Tengo la impresión de que la tecnología va por delante de nuestra capacidad para utilizarla con sentido. El contexto es la clave, lo sé. Las emociones son personales e intransferibles, y, además, cada quien, cada familia, cada grupo de amigos, tiene sus propios códigos, sus propias maneras de comunicarse. Pero me temo que, así en general, la expansión de este nuevo lenguaje se nos está yendo de las manos. Quizás esté exagerando la nota, pero a mí los emoticonos no terminan de gustarme, no los uso, no quiero usarlos. Puedo parecer antiguo, pero es que lo soy por edad. Y, además, ser antiguo no es algo necesariamente malo. Para decir determinadas cosas solo me valen las palabras, esas palabras que dejaba Pablo Neruda en sus poemas: “como estalactitas, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola.”
A ellas me seguiré aferrando; eso es seguro, pero trataré de ser flexible. Como al final, lo que hay que hacer es lo que de verdad vale para entenderte con los demás, divertirte y mejorarte, voy a terminar esta entrada con el emoticono que más me gusta.

Con esta marvillosa copa cónica del dry martini brindo hoy, día de mi santo, por todos mis lectores. Reconozco así que los emoticonos sirven para algo.