Creo que está usted quemado…
es sólo una tosecilla …
Los imperativos legales centrados en los síntomas y no en las causa del exceso de correos electrónicos tienen pocas posibilidades de prosperar.
Michael Mankins
Uno de los días del pasado puente de San José me llamó uno de mis hijos que andaba de vacaciones por Andalucía; quería comentarme algo relacionado con una campaña de promoción del uso de bicicletas eléctricas en la ciudad. Cada loco con su tema: este hijo mío, a favor del llamado derecho a desconectar del que voy a hablar hoy, no desconecta nunca de las cosas que le apasionan y le interesan. Le comprendo muy bien porque a mi me pasaba exactamente lo mismo. No entendía ni aceptaba esa separación rígida entre tiempo de trabajo y tiempo de ocio producto de la Revolución Industrial; ese fenómeno histórico que trajo tantas cosas buenas y otras no tanto.
Me parecía mucho mejor -espero no ser malinterpretado por esto- la sociedad ideal comunista en la que cada uno podría trabajar y realizarse en los campos más afines a sus gustos: hacer hoy una cosa, mañana otra, cazar por la mañana, pescar después de comer; cuidar el ganado por la tarde, y escribir algo después de cenar. Comprendo que ese “paraíso laboral” que soñaba Marx no era algo más que una utopía, pero en la medida de lo posible, y lo posible era limitado pero algo de margen dejaba, he tratado siempre de llevarla a la práctica en mi propia jornada laboral: cumplía con mis deberes pero me “escapaba” de vez en cuando para “desconectar” y sin embargo en mis vacaciones “trabajaba” en algo que me interesara – me encantaba traducir algún libro aprovechando el mes de agosto- sin hacer maldito caso a los que pensaban esa bobada de que las vacaciones consisten sobre todo en no hacer nada.
Viene todo esto a cuento de las iniciativas que se están produciendo en Francia y en España para tratar de regular lo que se ha venido en llamar el “derecho a desconectar” o en términos más literarios el “derecho al olvido”. Los socialistas franceses que siempre van unos pasos por delante de los nuestros, introdujeron este derecho en su última reforma laboral y aquí en España se está empezando a hablar de ello ahora que se acerca el Congreso Federal del PSOE. Ambos partidos, el francés y el español, no están pasando por su mejor momento y uno podría llegar a pensar que este asunto entra un poco de relleno, si bien algo hay de cierto en la preocupación que suscita actualmente la invasión de internet en la vida personal y laboral en tiempo de ocio.
Así lo explicó el ministro de trabajo francés al presentar en la Asamblea Nacional un proyecto de ley para adaptar el derecho laboral a la era digital: “Los empleados dejan la oficina físicamente pero no se despegan del trabajo. Permanecen conectados por una especie de correa electrónica, como un perro”. Un poco dramático se puso a mi juicio el ministro pero hay datos que nos dicen que los problemas de estrés laboral derivados de la tecnología digital están creciendo de forma alarmante. El “burnout”, no podía faltar el término inglés para dar “glamour” al síndrome de estar quemado, es una situación de agotamiento físico y mental producida por un entorno profesional estresante. Según el Institut de Veille Sanitaire en Francia habría treinta mil personas afectadas por este problema, una cifra que se eleva hasta los tres millones según las empresas especializadas en la prevención de riesgos.
Es lógico que las cifras fluctúen y se contradigan tanto como los estados de ánimo.. Nada nuevo bajo el sol, me digo. En mis tiempos hablábamos de “humanización del trabajo” y a ese tema dedicamos un Congreso europeo en Madrid hace casi cuarenta años. Miro ahora en Google y descubro que el viejo libro que coordiné y prologué hace tantísimo tiempo se sigue vendiendo por unos tres euros. No sabíamos entonces la extensión y la profundidad del problema ni tampoco podemos saberlo ahora: todo lo que hace relación al trabajo se nos escurre entre los dedos, se nos escapa. No podemos vivir sin trabajar, aunque nos cueste aceptarlo, pero sabemos que no todo en la vida es trabajo y sospechamos que el trabajo no es lo más importante de la vida. Queremos trabajar, necesitamos trabajar pero no queremos que el trabajo nos domine, nos agote, nos “queme”. Queremos desconectar, pedimos desconectar, necesitamos desconectar, pero no del todo, no para siempre. Solo lo suficiente para hacer bien nuestro trabajo, para que nuestra vida sea mejor, más saludable y placentera. Esas leyes que se anuncian pueden servir para que las empresas sean más respetuosas con el tiempo libre de sus empleados pero finalmente serán ellos los que tendrán que decidir cuando y como desconectan. Las leyes, por si solas, no lograran resolver el problema.
Excelente artículo, Antonio.
Te respondo con otro que publiqué hace un par de años en El Diario Vasco. “Conecta” perfectamente con el tuyo sin que el asunto deje de ser el mismo: la desconexión.
REMOTE YEAR / Álvaro Bermejo
Cuatro de Agosto de 2015, las playas rebosantes, las sondas espaciales a la caza de Plutón, y usted, ¿trabajando como un ciberesclavo encadenado a su pecé? ¿Cómo es posible? Si en algo se evidencia la distancia tecnológica entre el Viejo Continente y el Nuevo Mundo es en la dinámica de fronteras entre trabajo y vida privada. O mejor dicho, entre teletrabajo y gestión del tiempo.
Dos conceptos, evidentemente norteamericanos, preparan su asalto a Europa: Hacker Paradise y Remote Year. El primero surgió de la factoría Apple y propone una fusión entre teletrabajo y vacaciones. Los operarios de la firma pueden optar a un programa de tres meses de viajes por Europa, sin dejar de trabajar, pero compatibilizando sus horarios laborales con un menú propio de un club de vacaciones. Remote Year va más lejos. En este caso se trataría de un año en Grand Tour alrededor del mundo, integrando una suerte de colonia vacacional de teletrabajadores. Un mes en ciudades como Praga, Dubrovnik, Estambul, Kyoto o Buenos Aires, compartiendo cafés wifi y excursiones turísticas.
Del teletrabajo –remote working-, hemos pasado al co-working, entendido como un teletrabajo en comunidad para paliar la soledad de los conectados al ciberespacio, pero a nada más. Remote Year se presenta como la continuación lógica de esta fusión fría revolucionando la delimitación convencional entre trabajo y vacaciones.
Hoy por hoy, esta es una prebenda exclusiva de la generación digital. No en vano, la medida de edad de los adscritos al programa no supera los treinta años. En esta colonia vacacional itinerante ocio y negocio se solapan, ni se está del todo de vacaciones, ni el trabajo es solo trabajo. Pero, como sin darse cuenta, al cabo del plan han dado una completa vuelta al mundo.
No es la mejor manera de conocer las culturas locales –fuera de los códigos wifi autóctonos-, ni la mejor manera de viajar –siempre con el portátil en la maleta-, ni quizá la de trabajar, por más que se vistan con camisas hawaianas en el MacCenter de turno. El inconveniente mayor, sin embargo, quizá tenga que ver con sus costes de mantenimiento: dos mil dólares por mes… y dos mil quinientos en caso de desconectarse antes del final.
¿Quién pagaría eso en España a un teletrabajador que te envía selfies desde Copacabana? Ciertamente, un imposible metafísico en un país donde las conexiones high-tech pesan menos que las máquinas de fichar. Aunque estas también operen con sensores, el sudor inteligente corre por cuenta de la casa.