Allende Guadarrama

Un blog de Antonio Sáenz de Miera
Edición de verano Edición de Verano

IÑIGO ORIOL Y EL TIRANO ENCANTADOR

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Amo esta isla, soy del caribe
Jamás podría pisar tierra firme,
Porque me inhibe.

No me hablen de continente
Que ya se han abarrotado,
Usted mira a todos lados,
Y lo ve lleno de gente

Pablo Milanés

 

El Premio Puente de Alcántara de obras públicas se concedió en 2001 a un Pedraplén que une diversos cayos en la provincia de Villa Clara en Cuba. Desde el helicóptero que nos llevaba desde la Habana al caribe descubrimos de pronto una gran mancha roja junto al mar azul: aquello era el Pedraplén. Más de un millar de trabajadores con gorras de visera rojas nos recibió entre grandes aplausos mientras agitaban al viento banderitas cubanas.

El espectáculo en el Cayo de Santa María era fascinante: todo estaba preparado para hacernos sentir en el lugar en el que estábamos, la luz del Caribe y la escenografía de la revolución. Cuando en mi papel de telonero del acto me disponía a subir a la tribuna instalada al borde del mar, el “gallego Fernández”, uno de los vicepresidentes más veteranos del Gobierno de Castro, me ofreció una banderita cubana que naturalmente acepté y comencé a agitar como hacían todos los demás. En aquel momento las relaciones con el gobierno de Aznar eran especialmente tensas y no se me escapaba la ironía con la que contemplaba la escena Jesús Gracia el entonces embajador de España en Cuba: me estaba jugando mi futuro político.

Al día siguiente Castro recibiría el Premio en el Palacio de la Revolución de manos de Iñigo Oriol presidente de la Fundación San Benito de Alcántara. Nada más aparecer Fidel, Oriol se adelantó a saludarle y se presentó a si mismo, sin atender a las dilaciones protocolarias, como un “empresario de una saga de tres generaciones”. Quería dejar las cosas claras desde un principio. Y para que no quedara la mínima duda al respecto, agregó sonriendo: “Y estoy orgulloso de serlo, Presidente”. En ningún momento le llamó comandante, faltaría más.   Así era Oriol, espontáneo y directo. Si nunca había ocultado ese orgullo empresarial que llevaba dentro, no iba a hacerlo ese día en un lugar de tanto significado como era el Palacio de la Revolución. Castro se le quedó mirando, aceptó el envite y le contestó con aire retador: “Esos son los que me gustan a mí.”

Aquello prometía. Si Oriol se sentía heredero de los valores y la ejecutoria de una larga tradición familiar, Castro se consideraba como el último defensor de las revoluciones modernas. Peleaban en campos diferentes pero los dos parecieron entenderse bien a partir de aquel comienzo absolutamente improvisado. Al Fidel que conocimos en aquella ocasión se le notaba ya un poco torpe de movimientos pero aún estaba lucido y peleón, dispuesto a debatir sobre todo lo que se le pusiera por delante.

A Oriol le gustaba la historia y también a Fidel y en eso se centró la conversación después de las palabras protocolarias, hasta que salió el tema de la electricidad. No creo que Oriol pensara en Cuba como un posible mercado a conquistar, el horno político no estaba para esos bollos, pero Castro no cesaba de lanzar preguntas y preguntas sobre el asunto en cuestión: “no tenemos resuelto ese problema”, confesaba, “y ustedes saben mucho de eso”.

El dialogo se mantenía vivo y el tiempo pasaba; alguien debió de hacerle alguna señal a Castro y este dio un giro imprevisto a la conversación. Nos invitó a volver al Palacio esa noche para cenar con él y alguno de sus ministros. Fraga le había enviado un buen “viño do Ribeiro”, era una excelente ocasión para probarlo. No podíamos, le respondió Oriol porque esa misma noche regresábamos a Madrid en un vuelo de Iberia. “Eso ya se arreglará” contestó Castro. El vuelo en cuestión no salió hasta la mañana siguiente, se adujeron causas técnicas, y pudimos volver al Palacio de la Revolución para disfrutar de un esplendido banquete revolucionario. Aquella situación nos hizo recordar , por si lo habíamos olvidado, que estábamos en una dictadura. Un solo gesto de líder podía solucionarlo todo y decidirlo todo.

La cena duró y duro. más de lo razonable, sin que apenas nos diéramos cuenta, sin que se nos hiciese larga. No creo que Oriol haya estado nunca más brillante que ese día hablando de electricidad y Castro como anfitrión y con unas copas era un tirano “encantador”.

Tengo que reconocer que no sé que conclusión sacar de la extraña sintonía personal que se produjo ese día en el Palacio de la Revolución entre un empresario capitalista y un presidente comunista.  El asunto tiene su aquel, pero yo no soy capaz de descubrirlo. Espero con interés los comentarios de mis lectores. Si son muchos y sabrosos, habrá que volver sobre el tema. A mi me gustaría.