LA FUNDACIÓN CHILLIDA QUE NO PUDO SER.
LA VOLUNTAD DEL AITA
No es la verdad lo que importa, sino el uso que se hace de ella.
Edmond Jacobs
Me pregunto porqué escribí el artículo que reproduzco a continuación y que apareció ayer en El País; no sé la verdad que es lo que me movió a hacerlo. Estar ahora en el País Vasco cerca del “lugar del crimen” ha influido sin duda, pero el asunto Chillida está ya muy lejos de mis preocupaciones y sabía, además que volver a sacarlo iba acarrearme problemas. Así ha sido, pero me siento tranquilo. “La verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero“. Lo decía Machado.
El poeta Esmond Jacobs era uno de los preferidos de Chillida y de ahí la cita.
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LA FUNDACIÓN CHILLIDA QUE NO PUDO SER
LA VOLUNTAD DEL AITA
Fue un lamentable error. La Fundación Chillida que estuvo siempre en el ánimo de Eduardo Chillida no pudo llegar finalmente a buen puerto. La familia Chillida Belzunce no fue favorable a su creación. Esa es la escueta y pura verdad. Creo conveniente que salga a la luz en vista del auténtico psicodrama que se ha venido desarrollando desde que Chillida Leku cerró sus puertas hace ya casi seis años.
No vale decir que Chillida ha muerto y que lo que quisiera o dejara de querer importa ya poco. Claro que importa, claro que deben de tenerse en cuenta “los sueños del aita” a los que recurre con frecuencia la familia para reclamar su participación en la gestión del museo. Ahora bien, esos sueños, esas ilusiones. iban más allá de lo que se dice. El deseo del gran escultor donostiarra de que su obra permaneciera unida en Zabalaga iba acompañado de un acto de pura filantropía: su voluntad era que una parte de su obra pasara a formar parte del patrimonio de la fundación.
Cuando lo conocí, Eduardo Chillida estaba en plena madurez y contemplaba ya con cierta melancolía el horizonte de su vida. Era un genio por encima de las vanidades de este mundo. Su obra lo era todo para él, y evitar su posible dispersión constituía una de sus más íntimas preocupaciones.
Por mis responsabilidades en el mundo de las fundaciones, Eduardo y Pili se pusieron en contacto conmigo y me expusieron su propósito de crear una fundación. Llevaban tiempo dándole vueltas a esa idea y cuando las obras de Zabalaga estaban a punto de culminar. pensaron que había llegado el momento de dar vida a sus deseos. Relacionaban de forma natural Zabalaga con la fundación y la fundación con la conservación, en aquel espacio mágico de la obra de Chillida. No utilizaban, como es obvio, términos jurídicos, pero era evidente que se referían al patrimonio fundacional. Sabían, o intuían, que sin ese patrimonio no habría realmente fundación con futuro.Y no ignoraban que lo que “se diera” a la fundación quedaría automáticamente fuera del patrimonio familiar.
Si los Chillida hubieran sido ciudadanos, digamos, de Nueva York, es probable que el asunto del caudal hereditario no les habría preocupado. Pero eran ciudadanos del País Vasco con una numerosa familia acostumbrada a a vivir a la sombra de los aitas.
Muy pronto me lo hicieron saber: la creación de la fundación quedaría supeditaba a la conformidad de sus herederos. Por su deseo acudí a una reunión para tratar de la posible fundación. Acudieron todos los hijos y a mi me tocó desempeñar un nada fácil papel. Les hice saber que la familia se enfrentaba a una decisión compleja, absolutamente privada en su origen pero con una inevitable dimensión pública dada la obra y la personalidad de Chillida. Unos más, otros menos, lo cierto es que todos ellos se mostraban reacios a la creación de la fundación patrimonial que sus padres deseaban.
Eduardo Chillida callaba y miraba al vacío con tristeza. Eso percibí, eso me parecía a mí. Pero no voy a entrar en percepciones personales sobre sensaciones o sentimientos… El hecho incuestionable es que la Fundación Chillida, el sueño y el deseo de su fundador, se fue a pique antes de nacer… Me temo que mi papel no fue bien entendido por todos. Solo pretendía explicar y facilitar el significado y las consecuencias de esa “voluntad”. A Chillida le preocupaba mantener el valor universal de obra, el interés general que representaba y demandaba. Pero sus hijos no lo veían así.
Lo que conservo de todo aquello es un grabado de Chillida con una cariñosa dedicatoria del autor. Y algo más: un ejemplo vívido, y paradigmático, del delicado conflicto que se puede plantear entre el interés general y el interés particular, entre lo privado y lo público…
He seguido con interés las vicisitudes del “caso” y me he preguntado muchas veces si las dificultades con las que se encuentran las administraciones públicas para sacar a flote una “empresa privada” habrían sido las mismas si el interlocutor hubiera sido una auténtica fundación con su correspondiente patrimonio… Y me doy siempre la misma respuesta: creo que no. A tiempo está la familia de recuperar el espíritu filantrópico de Eduardo Chillida. Eso si que sería cumplir la “voluntad del aita”.