“Hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que caben en tu filosofía”
Shakespeare
Así fue, “de pronto”. No lo busqué. No fue nada preparado para “llenar” el blog de la Semana Santa. Pasa con frecuencia: lo inesperado está a la vuelta de la esquina. Todo puede ocurrir si estás dispuesto a ello. Lo más sorprendente, lo más maravilloso, lo más sencillo y emocionante: “el milagro de la aceituna que navega en el Martini, más allá del bien y del mal” escribe Manuel Vicent; el olor y el color del prado de Los Merachos después de una lluvia fina; los ojos de ese niño indio que se fijó un día en nosotros cerca del Ganges… Cosas, momentos, situaciones que nos impresionan, que nos dejan descolocados, que se salen de las pautas racionales que marcan hoy nuestras vidas. Lo dijo Pascal: “el corazón tiene razones que la razón no entiende”.
Voy ahora con lo mío. En un viaje familiar al Coto de Doñana pasamos unas horas en Sevilla. La llegada a Andalucía a la velocidad del Ave, sobre todo en estos comienzos de la primavera, nos deja siempre trastornados: el olor a azahar, el bullicio, la luz… Aunque nuestro viaje tenía que ver con la Semana Santa, fue allí, nada más llegar, cuando nos dimos cuenta de que lo de la Semana Santa iba en serio. En Madrid no nos enteramos de nada. El grupo se dispersó y cada uno eligió su camino. ¿Por qué elegí yo el que me llevaba a la Macarena? No estaba en absoluto en mis planes pero la memoria nos juega con frecuencia esas buenas pasadas. Quien me había hecho vibrar con las procesiones sevillanas fue mi inolvidable amigo Emilio Fontela. Era un gran economista que se movía como pez en el agua por todo el mundo –fue durante muchos años catedrático de la Universidad de Ginebra y “visiting professor” en varias universidades americanas- pero que por nada de ese mundo que tan bien conocía se perdía la Semana Santa de Sevilla. Nos llevó a Paloma y a mi a la carrera por un buen número de calles en busca de los mejores rincones para “descubrir” los pasos de las cofradías. Cuando una noche, ya en la madrugada del viernes santo, vio aparecer “de pronto” la imagen de la Macarena, el profesor de la Ginebra puritana y protestante, rompió a llorar como un niño. Ese llanto imparable de mi gran amigo no se me olvidará nunca.
Algo de eso debió de revivir en mi memoria cuando inicié mi camino en solitario hacía la Basílica de la Macarena en esa parada familiar en Sevilla. Encontré lo que esperaba y me volví a sobrecoger, a emocionar. Todo lo que rodea a la Macarena es deslumbrante, todo tiene luz de oro, color a abril, olor a primavera….me dice un sevillano no creyente pero enamorado de la belleza de “su” Semana Santa. ¿Qué es la belleza? ¿Una convención? ¿Un estado de ánimo? ¿Una emoción? ¿Está fuera o dentro de nosotros? Está “en los ojos del que mira” nos dice Hume. Quién los sabe. Quién puede saberlo. La belleza esa mañana estaba ahí, en la Esperanza de la Macarena, en esa Virgen que los sevillanos sacan en procesión y que hizo llorar a mi amigo Fontela. Y allí estaba yo sin haberme dado tiempo a pensar que algo ocurriría, que algo me volvería a ocurrir. Y algo de nuevo ocurrió. De pronto. No era, creo, la fe religiosa, era algo más básico o más elevado o más universal o más atávico. Qué puedo decir para dar una explicación a aquello que no la tiene. Era algo que no podía controlar, que estaba en mi sensibilidad, en mi forma de ver y de sentir el mundo que me rodea. Era el dolor y la dulce felicidad que ese dolor te produce. Allí estaba yo desprotegido ante tanta belleza. Todo podía ocurrir porque, sin yo saberlo, realmente estaba dispuesto a ello.
La Semana Santa en Sevilla es pura emoción. Pero no todo el mundo siente esa emoción, y no todas las emociones tienen el mismo color, el mismo sabor. Nos enteramos esos días de que algún representante de Podemos había hablado de un posible referéndum sobre la continuidad de las procesiones. Tuvo que dar rápidamente marcha atrás. Esas cosas no se tocan. Manuel Chaves Nogales, gran escritor sevillano, republicano y probablemente ateo lo vio así en en su libro: “Andalucía roja y la Blanca Paloma”. En estos tiempos confusos puede ser recomendable volver a su lectura.
La Grande Bellezza
Hay mucho de eso en tu emocionante entrada de hoy, Antonio. Sin proponértelo has acabado paseando por el Tíber de tus recuerdos. Sin esperarlo, te has encontrado con una divinidad, tanto da que sea la Blanca Paloma o la Loba Capitolina. Es la Belleza con mayúsculas, más por lo que tiene de misterio que por lo evidente. Más por lo que oculta que por lo que revela. Es eso lo que te hace preguntarte dónde está, si en el ojo que mira o en lo que ve, si en el sujeto o en el objeto, o quizá más bien en lo que envuelve a ambos, un momento, una sensación, una atmósfera. No es melancolía sino lucidez, no es dolor, es belleza. Lo decía el propio Jepp Gambardella en la película, sin necesidad de tener delante a la Macarena, precisamente en esa orgía esperpéntica donde se baila al ritmo de la música disco de moda y todo es horror.
Parece un contrasentido, pero nadie lo ha resuelto mejor que Umberto Eco en un libro que te recomiendo más que vivamente para arbolar tu biblioteca de e-books. Se titula Historia de la Belleza y nos propone un recorrido sencillamente maravilloso sobre la idea de la Belleza a través de los tiempos. También a lo largo y ancho de un concepto esencial para el tema que nos ocupa, como es la mirada subjetiva.
Entre los griegos, tan adictos al Canon, Hesíodo decía: “el que es bello es amado, y el que no es bello no es amado”. Pero el oráculo de Delfos respondía: “lo más justo es lo más bello”. Lo bello trascendía las formas para abordar la cuestión de las esencias, siempre vinculadas a lo bueno, lo proporcionado y contenido en sus límites, fueran estéticos o morales. Pero no es tan fácil. Cuando el arrebatado Menelao está a punto de matar a su promiscua esposa, Helena de Troya, se detiene al ver su hermoso y opulento seno. El mal también puede recabar belleza. Lo sabían muy bien los canteros medievales que descubrieron la belleza de los monstruos. “los monstruos también son criaturas divinas –escribe san Agustín-, nacen por voluntad divina”. En consecuencia, se llega a aceptar que lo feo, lo inarmónico y disonante, incluso lo demoniaco, también es necesario para la belleza.
Sucede otro tanto en el Renacimiento, y más concretamente en torno a la relectura de su imagen más idealizada de la belleza, como son sus Venus, que se adaptan a una paulatina mutación. De la diosa adolescente y angelical de Botticelli pasamos a las damas enigmáticas de Leonardo, o a las convulsas de Durero. Ya estamos a un paso del Barroco y de su belleza más allá del bien y del mal, la que puede expresar lo verdadero a través de lo falso, y aun la vida a través de la muerte. Con la Ilustración, la ecuación entre belleza y divinidad salta por los aires, tanto como la ambivalencia de lo sublime plasmada en la ambivalencia de una “Religión de la Belleza”, consonante con la aparición de un éxtasis sin Dios.
Recuerda la célebre sentencia de Marinetti cuando hablamos de los artefactos de Steve Jobs: “Un coche de carreras es más bello que la Niké de Samotracia”. Sin llegar a la belleza de la provocación –Andy Warhol elevando una lata de sopa Campbell a los altares del Santo Grial-, volvemos a los presocráticos, para quienes la belleza armónica del mundo se manifiesta como un desorden casual, solo accesible desde una comprensión consciente.
Comprender la belleza, esa es la cuestión. Hablamos, en suma, de un fractal donde se cruzan la vivencia interior, la mirada subjetiva, y toda la fuerza de un icono que trasciende lo artístico, y hasta lo religioso –como sucede con tu visión de la imagen de la Macarena-, para sumergirnos aun más en el misterio. Curiosamente, fue en esa “oscura” Edad Media, cuando surge el culto a la Macarena, cuando la idea de Belleza está pautada por la luz, una luz que brota del interior de las imágenes, como un manantial de claridad. Sólo puede apreciarla aquellos que han despertado, los sensibles a la irradiación de la belleza en todas sus formas, sea cual sea su credo. Macarena viene de Makaria, una de las hijas de Hércules, y el nombre de Hércules –Herakleos-, canta la gloria de Hera, la esposa de Zeus. Tanto da que veas a la diosa griega o a la cristiana. Hasta el ciego Homero fue sensible a su irradiación, pues a veces la belleza ni siquiera necesita ojos que la miren. Le basta con su misteriosa inmanencia, tanto en sí misma como dentro de cada uno de nosotros.