“La gente que está lo suficientemente loca como para pensar que puede cambiar el mundo, es la que logra hacerlo.”
Steve Jobs
Al comienzo de mi libro “El Oficio de unir” hablo, con un orgullo que no deja de ser ingenuo de “mi mac”. No es solo un ordenador donde escribo estas entradas y lucho a brazo partido con las ideas y las palabras. Es algo más: tiene un nombre, un creador, un diseño, un estilo. Guardo en él estos escritos y me siento cómodo siguiendo los pasos que me guían con facilidad. A veces me pierdo, pero soy yo el que se pierde, el que se despista, no él, el “mac”. Es mi instrumento, mi lápiz, el ordenador de mis escritos y el buscador de mis dudas y mis inquietudes. Creo que es mío porque me lo han regalado, soy su propietario. Pero hubo un día en el que me dio por pensar, que tal vez sea él, el “mac”, esa manzana mordida, quien me posee a mi de alguna forma.
Sucedió cuando vi la película “Steve Jobs” dirigida por Denny Boyle e interpretada por Fassbender, el mismo actor del Macbeth de Justin Kurzel (hay una curiosa similitud shakesperiana entre ambos films). No era consciente de a “quien” tenía que estar agradecido por las cualidades de mi “mac”. Ahora conozco a su creador, o a lo que cuenta de él esta película, para bien y para mal. Creo que es buena aunque a algunos amigos míos no les haya gustado tanto. Desde luego tiene ritmo e intensidad y da para pensar.
El Steve Jobs que interpreta magníficamente Fassbender es tirano, mezquino, maniático, pasional, arrogante. No le vale cualquier tipo de apaño, arreglo o atajo. Es una especie de genio intratable al que todos a su alrededor admiran y temen. El episodio de la hija a la que tardó tanto en reconocer como suya, no le deja ni mucho menos en buen lugar. Solo fija su atención en ella cuando comprueba que ha sido capaz de hacer un dibujo en la pantalla de su primer ordenador. La mira a través de la criatura que más le importa, su “mac”, ese producto que revolucionará el mundo, ese objeto que todos querrán tener en sus casas y que él contempla extasiado en manos de su hija. A partir de ahí, sí reconoce y cuida de ella. Pero queda claro que en su vida las emociones se concentran en su visión anticipatoria.
No puede caernos simpático el cofundador de Apple, celebridad del Silicon Valley y padre de la marca que tengo ahora ante mis ojos. Desde dentro y de cerca, Jobs nos asusta, nos intimida y nos provoca rechazo. No nos gusta, no nos puede gustar si la versión que ahora se nos ofrece es correcta, y parece que sí que lo es. Trata de conseguir sus objetivos a cualquier precio; no se para en barras. Acaba sin vacilar con amigos y amores si es que alguna vez los tuvo. Pero desde fuera y a lo lejos nos admira, nos deslumbra, nos cautiva. Por su genialidad, por su seguridad por su determinación. La locura, la inadaptación y la rebeldía de las que alardea nos dejan inquietos. Pero, ¿qué más da? nos decimos los beneficiarios de esos objetos que han cambiado nuestras vidas: este mac mio, el iphone, el ipod, el ipad… ¿Las ha mejorado? ¿quién lo sabe, quién puede saberlo? Ni yo mismo que parezco hoy tan contento y satisfecho podría asegurarlo.
Son muchos los que piensan que Jobs ha sido uno de los personajes más importantes del progreso tecnológico en nuestro tiempo. Era extravagante y atrabiliario pero supo intuir lo que debían ser los ordenadores del futuro. En su famoso discurso de la Universidad de Stanford, cuenta Jobs la importancia que tuvo su decisión de seguir un curso sobre caligrafía. Lo encontró fascinante, dice, aunque no tuviera ni la más mínima esperanza de aplicarlo en la práctica. Se equivocaba. Al diseñar diez años más tarde el primer ordenador Macintosh, sus conocimientos de caligrafía cobraron una enorme importancia. No es probable que Jobs hubiera leído La Montaña Mágica, pero quizás su conocida intuición le ayudó a adivinar que en ese maravilloso libro Thomas Mann deja dicho que “la bella caligrafía conduce a las bellas palabras y las bellas palabras conducen a las bellas acciones”. De hecho el “mac” fue el primer ordenador con tipografías múltiples y bellas. De no haber sido por ese Steve Jobs arrogante e insoportable que decidió sin saber porqué estudiar caligrafía no tendríamos a nuestra disposición tantas fuentes caligráficas. Gracias Steve. Aquí me tienes con tu mac que es “mi mac”.
No tengo Mac ni ninguna de las maravillas de Jobs y me resisto a tenerlas quizá porque todos los de la asociación que fundé tienen esos chismes y por ello les tacho de pijos. Bien es verdad que todos son jóvenes (el mayor acaba de cumplir 40) y nos miran a los vetustos del PC por encima del hombro. Y aunque he tragado lo del guasap, el skype, el feisbuk, el dropbox y todo eso me resisto a ser un Jobsfan.
Pero cuando veo que gente mi quinta habla de “su mac” con el orgullo y hasta el cariño que tú lo haces habré de repensar mi tozudez. Pero no se puede ceder en todo. Lo he hecho ya con la edad, pues pensé que pasar de los ochenta era una horterada y llevo un par de años descumpliendo, así que tengo 78. Dentro de poco me cruzaré con mi santa, pero me temo no llegar a tiempo para cruzarme con las cuarentones. Chi lo sa.
Por Iñigo y por tu blog conozco tus desvelos por tu sierra y me encantaría participar en uno de tus Aurrulaques, pero mi tren inferior anda descalabrao y por algo me llaman Txutxi Patatxula. Lo de las tx es porque aunque resido en Cantabria, nací en Bilbao, pero no temas, que no ejerzo.
Mis desvelos, que mi santa asume pero no aplaude precisamente, se centran en un tramo de costa a la que puse nombre, Costa Quebrada y que está en vereda de ser Parque Geológico. Pero la relación entre el esfuerzo y los logros es infinitesimal. Qué te voy a decir a tí.
Bueno, aquí o allá, espero nos veamos algún día. Si estás en el face, puedes seguir mis andanzas porque practicamente todo lo que cuelgo va en publico.
Un abrazo.
Jesús
Gran artículo, Antonio. Realmente tengo ganas de ver la nueva versión de Boyle (en cuanto encuentre un hueco en mi compleja agenda de emprendedor). Me quedé en la versión de Joshua Michael Stern (con Ashton Kutcher como Steve Jobs) y aunque tiene algún gran momento… me defraudó bastante. Sus compañeros, socios y empleados en Apple parece que siempre hablaron de Jobs como un personaje bastante despota, pero no hay duda de que su persona es sinónimo de innovación. De su gran equipo directivo en la última fase de crecimiento en la empresa de Cupertino, también queda otro visionario (en este caso del diseño industrial): Jonatham Ive.
DEL VALLE DE JOSAFAT A SILICON VALLEY
O de la reineta de Newton a la (Red) Macintosh de Steve Jobs. Como en los cuentos infantiles esto va de manzanas. La de Blancanieves transmutada en la de Adán; la de Jobs, ¿en qué variante del pecado original? Me lo pregunté como en sueños, pues no pude evitar quedarme perfectamente dormido –lamentablemente no más de quince minutos-, pese al atronador sensorround del cine donde se proyectaba la última película de Danny Boyle. Frenética, como su espectacular Trainspotting, pero, a mi humilde criterio, absolutamente sobreacelerada, sobreactuada, sobredramatizada. Todo para cubrir un biopic tan hueco como exagerado, patológicamente redundante en los procelosos desvaríos del éxito, en el providencialismo tecnoutópico, en esa paranomasia del bíblico Valle de Josafat en que hemos convertido todo cuanto nos llega desde el empíreo mercantilista de Silicon Valley.
Desde sus orígenes Hollywood se erigió en unas fábrica de mitos, cuanto más trágicos y lacrimógenos mejor, y verdaderamente, la tortuosa biografía del demiurgo de Apple le venía como anillo al dedo. Boyle ha sabido construir la figura de un hereje tecnológico devorado por la megalomanía del capital riesgo. Como bien dices, el actor que lo interpreta, Michael Fassbender permuta su papel con el Macbeth que se estrenaba en España simultáneamente. Macbeth contra Macintosh, entonces. Un Macbeth que también se escenifica en tres actos pautados por las presentaciones de sus apabullantes estaciones de trabajo. Pero, ¿qué hay dentro de la caja mágica? Ni una pálida sombra de Shakespeare, solo vanilocuencia y tremendismo. Se diría que en la vida de Jobs no hubo otra cosa que un perpetuo show en vivo y en directo, que toda su inventiva no iba más allá de un teatro de maravillas frente a una audiencia lisérgica al borde del éxtasis, que toda su epopeya no buscaba otro fin que crear un mito alrededor de sí mismo. Y, en suma, que todo esto lo hizo a gritos, corriendo por los pasillos en plan Sálvame de luxe, enfrentándose a sus colaboradores, matando y muriendo en cada presentación de sus productos. Porque de lo que se trata es justamente de eso que no se habla en la película. Un modelo de negocio conectado a todas psicopatologías del turbocapitalismo, la glorificación de un puñado de empresas que marcan el tiempo y el ritmo al que funciona el mundo.
Con películas como esta resulta bien difícil que haya gente que haga una lectura política, no ya de Macintosh y Apple, también de Google y Facebook, porque una y otra vez se nos presentan como las nuevas, sofisticadas e hipertentadoras terminales del viejo Gran Hermano. Los heraldos de la nueva era se enmascaran como herramientas y plataformas para frenar la hegemonía de los presuntos poderes fácticos, medios incluidos. Facebook, como Macintosh, es maravilloso, piensa la gente, porque nos permite ser nosotros mismos. Bienvenidos al Brave New World de Huxley, “valiente” mundo feliz, donde los tiburones del neoliberalismo rampante posan como visionarios y la ciudadanía opera a golpe de clic, según las pautas condicionadas de Pavlov. Yo me pregunto: algún día, ¿volveremos a ser capaces de pensar y de escribir y de soñar en términos que no estén definidos por Silicon Valley?
Por más que se enalteciera parangonándose con Einstein y Picasso, todas las startups generadas por Jobs no difieren apenas de esas cadenas de comida rápida que también se pronuncian con un Mac por delante, o de las terminales de apuestas online. Unas y otras manufacturan una adicción que tiene sus consecuencias. La más grave: la suplantación del pensamiento por la distracción. Ese y no otro es el gusano oculto en la manzana de Jobs. No dudo que fuera un excelente diseñador de tentaciones a la carta, pero de la suya a la de Newton hay un trecho que no se cubre caminando por las autopistas de fibra óptica.
Volvamos a la caligrafía, Antonio, pero a la de verdad. A esa que mana de la mano al corazón, o viceversa, a esa que solo tú te dictas a ti mismo, la que te consiente hacer borrones, torpe a veces, tanto más emocionada, palpitante como la vida misma. “Si te dan papel pautado” –aconsejó, proféticamente, Juan Ramón Jiménez-, “escribe por el otro lado“. No se me ocurre mejor antídoto frente a la hipnosis de las pantallas fulgurantes a la que yo, dada mi condición de galeote digital, tampoco puedo sustraerme. Paciencia, me digo, algún día vendrá un monje trinitario que pagará mi rescate y saldré cantando de los Baños de Argel. Entre tanto, siempre tengo cerca esa obra maravillosa de Vittore Carpaccio, Joven caballero en un paisaje, que ningún Mac podrá superar jamás. En la cartela a los pies del caballero se lee una divisa en latín: “Malo mori quam foedari”. ¿Cómo se traduce? “Mejor morir que contaminarse”. El antivirus perfecto para sobrevivir a la entropía digital, y no dudo que también a la inminente beatificación de Steve Jobs allá, en el Paraíso de la Silicona urbi et orbi.
No he visto la peli y no sabía del carácter de ese hombre pero, tras leer lo que cuentas de su personalidad, me acerco más a comprender por qué se empeño en tratarse un cáncer perfectamente curable con remedios ajenos a la medicina, lo que le supuso el lógico empeoramiento y la muerte.
Muy buenas palabras señor Antonio, usted mismo nos sorprendes con tus comentarios y tú texto…