Allende Guadarrama

Un blog de Antonio Sáenz de Miera

 

“ En un bar para inducir y mantener el ensueño hay que tomar gin inglés: mi bebida preferida es el Dry Martini”

Luis Buñuel

“Mi último suspiro”

 

Tendré que hablar en algún momento de Felipe VI. Le conocí cuando era prácticamente un niño y me parece mentira verle convertido en Rey. Tendré que hablar de él y lo haré, pero prefiero esperar un poco. Si me paso la vida escribiendo de reyes y de coronas no sé qué podrían llegar a pensar mis lectores. Quizás que busco lo que no busco. No, mejor lo dejo para más tarde, para cuando se hayan pasado los fastos y se pueda mirar con algo más de reposo esta nueva época que comienza en la historia de España.

Ahora brindaré a su salud y a la salud de nuestros hijos con un buen Dry Martini. Es una bebida real, real de la realeza. Se dice que la Reina Madre de Inglaterra, que vivió más de cien años, se tomaba uno todas las mañanas. No sería por el Dry, pero quien sabe… No aspiro a vivir tanto pero siento una veneración especial por ese prodigio que te hace ver el mundo y sus circunstancias de una manera distinta. Es el rey de los cócteles y se merece, con todos los honores, una entrada de este blog que a veces se pone demasiado serio.

Tuve el privilegio de que fuera nada menos que Luis Buñuel quien me introdujera en el mundo del Dry Martini. Es un auténtico maestro en la materia: en la de beber y en la de vivir bien. Lo cuenta con gracia insuperable en su libro de memorias “Mi último suspiro”. Lo conocí en El Paular, en el corazón de la Sierra de Guadarrama. La Fundación Universidad-Empresa celebraba con frecuencia reuniones y seminarios en el Parador del Monasterio y Buñuel se solía retirar allí para pensar y trabajar. Estaba casi siempre acompañado de Jean-Claude Carriére, el guionista de muchas de sus películas, y no me atrevía a saludarle. Una mañana que estaba desayunado solo me armé de valor y me acerqué: “¿es usted periodista”, me preguntó. Cuando le dije que no me invitó a sentarme. Pronto descubrí que era un gran solitario que necesitaba compañía y durante el resto de los días que estuvimos en El Paular desayunamos juntos. Odiaba a los periodistas pero amaba la conversación y también, como pronto supe, el Dry Martini; “no deje de probarlo”, me dijo, “pero no aquí; trato de enseñarles pero los hacen muy mal”. Estaba mucho más sordo que yo y hablaba a gritos de forma que todos los que estaban en el comedor se enteraron de aquello. Me dio su propia forma de hacerlo y me recomendó ir a Chicote o al Hotel Plaza. Ya no sé donde tengo aquella “receta”, pero recuerdo que recomendaba que el Martini llegara a la botella de ginebra como un rayo de sol. En esto era exigente y meticuloso como nadie. Fernando Del Diego, antiguo empleado de Chicote que ahora tiene su propio bar “de copas” en la calle de la Reina de Madrid, ha contado que cuando no le agradaba el que le servían pagaba y se iba sin decir adiós, pero que si le gustaba se despedía haciendo grandes reverencias.

Me dejé llevar por la seducción de Buñuel, de su escritura libre, sin complejos ni ataduras, de su amor por los bares. Seguí su recomendación y yo también soy, desde hace tiempo, un buen amante del Dry Martini, de su sabor y de sus efectos. Y no soy un alcohólico, ya no puedo ni quiero. Tampoco pretendo vivir más tiempo del debido, del que me produzca satisfacción. El Dry Martini me ayuda a serenarme, cuando lo necesito. No vale a cualquier hora. Tiene su momento, y hay que aprender a descubrirlo. Si te equivocas, lo pagas caro. A veces lo buscas donde crees que lo tienen colocado en el altar de los cócteles y no lo encuentras –brindo a mis hijos la oportunidad de relatar aquí mis peleas en algunos restaurantes de alto copete cuando lo pedía y me servían una pócima- y otras veces te llevas la sorpresa de encontrarlo en el lugar más inesperado.

Tuve esa feliz sorpresa hace unas semanas en un bar de Villaviciosa de Asturias, junto con mi buen amigo Pablo Maojo. Él me dijo ven y verás lo que es bueno. El bar Soda 1917, que regentan Kike Rojo y su mujer Eva hubiera hecho las delicias de Buñuel: ambiente íntimo; todas las marcas de ginebra de whisky y de vodka imaginables y un Dry Martini que te puedes morir. Horas después, cuando viajaba en el Alvia de vuelta a Madrid, seguía bajo los efectos sobrenaturales del que me preparó Kike con la maestría de un mago y todo el ritual buñuelesco: vaso mezclador, copas y ginebra recién salidas del congelador (el hielo a unos veinte grados bajo cero exigía Buñuel) y luego el levísimo contacto del vermouth con la ginebra. El resultado, si todo va bien, es una bala de plata que, en vez de matarte, reanima tu corazón. Doy fe de ello.